En la noble ciudad de Burgfarrubach, un pequeño espíritu maligno jugaba desde hacía tiempo esta curiosa broma: cuando un sacerdote, llamado para echarlo de la casa que estaba poniendo patas para arriba, procedía al exorcismo, no esperaba a que terminara, sino que escapaba bien pronto y dejaba al exorcista perplejo. Una vez instalado en el nuevo lugar, apenas llegaba otro religioso con las bendiciones, las maldiciones y los conjuros, ¡puf!, repetía el juego.
Así, nadie había podido jamás mandarlo de una buena vez y para siempre de vuelta al infierno.
El destino, sin embargo, tiene tal fuerza que prevalece incluso a las excentricidades diabólicas y, si bien no lo castigó como se merecía, logró por lo menos detener al inestable diablillo de Burgfarrubach.
¿Dónde? ¿Cómo?
En aquella misma ciudad residía cierto abogado, astutísimo para embrollar la justicia y al prójimo. Un día, mientras se encontraba en su estudio explorando un enmarañado ovillo sin poder encontrar el hilo para devanarlo, como de costumbre, en beneficio propio, y blasfemaba y se mordía por dentro, hete aquí que, por la puerta abierta, se le apareció una llamita vívida, una sulfúrea llamita que daba vueltas en el aire y se dirigía, como una flecha, hacia él. En un instante, por instintiva defensa, aferró lo que tenía a mano sobre el escritorio, que resultó ser la redoma de agua con la que alargaba las peroratas con las que atiborraba a los clientes. Y quiso la casualidad que, al coincidir en un punto la inclinación de la botella levantada y la llegada oblicua del glóbulo de fuego, este se enfilara dentro de aquella. Chisporroteó, se debatió. En vano: quedó dentro porque el abogado, más rápido que el diablo, colocó la tapa, la giró y la selló con firmeza; luego, sin temor, se quedó mirando. Y reía.
¡Buen golpe! ¡Una maravillosa presa, una portentosa conquista! No era que el astuto leguleyo admirara solo un prodigio como la llamita que, palpitando y deteniéndose solo de vez en cuando, casi por escalofríos, no se apagaba en el agua, más bien se ponía más fúlgida; sino que gozaba porque, sabiendo que era un espíritu, pensaba que tenía en su poder una fuerza de la que sacaría inestimable partido. Y reía. Y, mientras contemplaba la redoma y la luz que centelleaba desde el agua a través del vidrio, sintió que se le aclaraba la mente como nunca antes. Y de pronto, fluyó lenta y ágil la manera de resolver el embrollado asunto que lo había tenido tan preocupado.
Y desde aquel día no perdió ningún juicio. Conquistó a todos los jueces, superó a todos los abogados de Burgfarrubach y, naturalmente, nunca retiró el instrumento de su fortuna: esperó convertir en bellas monedas de oro los sofismas, los engaños y las cábalas de la ley.
No hay que creer que el diablillo, aun esperando el día de la liberación, estuviera demasiado mal en el fresco del interior de la botella, ya que le daba ocasión continua de ver y oír lindas cosas.
Pero en los abogados no hay que confiar nunca. Este de Burgfarrubach se hizo viejo y, un día, se encontró con el prior de ciertos frailes que tenían el convento sobre un monte lejano de la ciudad. Y cuando lo saludó un monje con la sonrisa de quien tiene la consciencia en paz, le respondió con mal genio:
—¡Váyase al diablo!
Pero, apenas estuvo en su casa, el insolente se acordó del encuentro, y se le revolvió y heló la sangre en las venas. Para consolarse, sacó de la caja una bolsita llena de monedas. ¡Ay!, viéndolas pensó que con el oro se podían hacer muchas cosas lindas, menos una: vencer a la muerte. Entonces, tuvo miedo de morir y dudó si no iba a ser él, en lugar del fraile, el que terminaría pataleando entre las garras del diablo soberano de todos los diablos. Y, afiebrado, se metió en la cama.
Penó, peor que si hubiera estado en el infierno, hasta que se decidió a mandar a buscar al tal monje y lo tuvo en la cabecera para hacer la confesión.
Inútil decir cuán larga y escrupulosa fue; basta con saber que al final el pecador dijo:
—Reverendo padre: en salvación de mi alma dejo a su convento el fruto de todas mis ganancias, lícitas e ilícitas. Con una condición…
—¿Qué condición? —preguntó el fraile.
—Que se encarguen ustedes de la redoma, esa de ahí, arriba del escritorio. Dentro hay…
—¿Qué? —inquirió el fraile.
—El espíritu más reo que jamás haya infestado Burgfarrubach.